Me lo encontraba todos los días, sin falta, cuando vivía en mi antigua casa. Según la altura de la calle en la que se cruzasen nuestros caminos podía deducir si iba a llegar tarde, pronto o justo a tiempo a la oficina.
Es curioso cómo, sin esperarlo, llega a formar parte de tu rutina alguien a quien no conoces; un rostro que, sin palabras, se vuelve familiar. Y es curiosa la naturalidad con la que esperamos ver todos los días al mismo desconocido -aunque, en realidad, no lo esperemos y aunque, en parte, si sea conocido-.
Casi siempre parecía triste, cansado, quizá, simplemente, hastiado de la vida o en desacuerdo con el madrugón que marcaba el inicio de su día. Su apariencia era la de un tío normal, de estética heavy con camisetas de Motörhead y vaqueros pitillo grises (la mayoría de los días). A veces, los vaqueros variaban de color y, en ocasiones, una camisa de motivos estampados sustituía a la camiseta, pero, en conjunto, el atuendo era básicamente el mismo: ese aire de heavy clásico de pelo largo, barba tupida y muñequeras de cuero.
La primera vez que me lo encontré acompañado me sorprendió (para bien). Sonrisa en cara, explicaba, algo con paciencia a dos niños adorables de media melena rubia. Su voz grave, pero a la vez amable, denotaba adoración. Una escena totalmente antagónica a la primera idea que se representa en tu cabeza cuando lo ves caminando en solitud. ¿Serían sus sobrinos? ¿los hijos de algún vecino? ¿acaso, niños de amigos? ¿o, quizá, su verdadero trabajo era cuidar de los adorables niños y cuando tropezaban nuestros caminos, simplemente, iba de vuelta a casa tras su jornada? Quién sabe, es mi única conclusión. Es la única solución posible si nos basamos en meras deducciones. Cómo saber lo que le ocurre a un desconocido con quien te cruzas a diario sin intercambiar una sola palabra, un saludo, un gesto, una pequeña historia en esa intersección de caminos.
Somos personas de rutinas. Rutinas que se entrecruzan con las de otros tantos extraños (conocidos) de camino a su casa, trabajo, estudios, al encuentro con un amigo, familiar o, simplemente, un paseo sin ninguna otra finalidad que la de pasear. ¿Cuántos de nosotros nos cruzaremos a diario con las mismas personas en el autobús, el metro, el tren, por la calle o en la misma cafetería sin haber intercambiado nunca una palabra? Nos conocemos sin conocernos. No nos conocemos, aunque nos veamos a diario. Y, sin embargo, aunque nos veamos a diario, raro es que hagamos un pequeño gesto, si quiera sea con la cabeza, o intercambiemos una breve sonrisa de “¡Ey! De nuevo despiertos en un nuevo día”, “buenas”, “qué te vaya bien hoy” - o el tan de muchos pueblos en España "Ve con Dios".-.
Algún día le diré hola. No en vano, ya somos viejos conocidos. Compartimos un mismo espacio temporal en nuestras vidas. Y eso debería bastar para hacernos la existencia más agradable ¿no?
En verano me mudé y ahora llego a la oficina desde la dirección contraria. Ya no puedo calcular si llego tarde o pronto según la altura de la calle en que se cruzan nuestros caminos. Aunque se ha perdido aquella conexión peculiar que marcaba si sería o no puntual ese día, la vida tiene formas curiosas de mantenernos conectados. Y, es que, lo curioso de esta historia es que ¡nos seguimos encontrando!
Ahora siempre lo descubro en su versión más dulce. Atento, cariñoso, sonriente; casi siempre con los niños adorables -ahora deduzco sus hijos- y algunas otras, también, con la que parece su pareja y madre de sus hijos -todo deducciones, por supuesto, jamás hemos intercambiado una palabra, a pesar de vernos a diario-.
Algunas veces lo veo paseando sus dos perritos con los niños (como hoy), otras ya despidiéndose con un tierno beso de ellos -imagino, de camino al colegio- y de la mujer que lo acompaña. Tras ese momento, es cuando el rictus de su cara se torna serio y se convierte en el heavy que recuerdo caminando, calle abajo, hacia sus obligaciones diarias.
Un sábado que estaba comiendo con unos amigos en un barrio totalmente distinto lo vi llegar con ella (sin niños) a una gran celebración. Se situaron en la gigantesca mesa de al lado. Nos vimos, nos reconocimos, hicimos como si no nos conociéramos -la pura verdad- y disfrutamos paralelamente en un contexto distinto al de nuestras rutinas diarias. Sin rictus serio por su parte. Sin ropa arreglada, en vaqueros y zapatillas, por la mía.
Otro viernes, casualidades de la vida o fuerza de compartir un espacio temporal con una persona, me lo crucé en otra calle distinta. Yo iba, calle Ponzano abajo, de camino a nuestras cañas de último viernes de mes con mis compañeros de trabajo, y él justo estaba abriendo el portal de la que imagino será su casa.
Me pregunto qué historia se habrá hecho sobre mí el heavy serio pero dulce en su cabeza (si se ha hecho alguna, claro, no a todo el mundo le dará por imaginar vidas ajenas). Elementos para deducir tiene: conoce donde trabajo -me ve entrar en la oficina todos los días-, a mis compañeros de trabajo, a una parte de mis amigos y lo informal y diferente que luzco en fin de semana fuera de las obligaciones diarias.
De momento deducirá que no soy tan seria en fin de semana, que tengo un buen ambiente de trabajo -aunque sea muy temprano siempre suelo entrar sonrisa en cara a la oficina y me voy de cañas con mis compañeros, lo que suele ser buena señal- o que me he mudado recientemente. A lo mejor, estirando más de deducción, que he cambiado de horario o que ahora tengo mucho más trabajo, ya que ahora me ve mucho más temprano. Que me gustan los cafés de la cafetería frente a mi oficina y bajo su casa, a la que, a menudo, también me ve entrar. Cómo saberlo. Nuevamente, al igual que yo, solo puede hacer meras suposiciones.
Nos seguimos cruzando casi todos los días, quizá cuando llegué febrero, marzo -después de un año- empecemos a saludarnos con un movimiento de cabeza (y si todo sigue igual en nuestras vidas y rutinas) en un par de años continuar con un “hola” o un “buenos días”.
Paradojas de la vida, seguro que si viviéramos en un pequeño pueblo de 1000 habitantes nos llevaríamos saludando desde el primer día y ya sabríamos nuestros nombres, apellidos y el de todos nuestros amigos y familia. Sin embargo, viviendo en una ciudad solo somos parte del paisaje cotidiano de rostros de nuestras respectivas vidas y rutinas.
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Jaja... Qué bueno Isabel! Fíjate que había pensado en cuanto publicase el artículo (llevaba tiempo dándole vueltas a la cabeza) decirle: Hola! El pasado domingo escribí sobre tí!
Isabel, yo creo que vale la pena que avancéis en esa relación. Igual te lee, ¿te imaginas? y se reconoce en tus letras.
Ya nos contarás cómo evoluciona esa interesante relación entre desconocidos.