¿Se ha perdido la magia de observar?
En este post reflexiono -y como me gusta reflexionar...- sobre si estamos perdiendo la capacidad de observación, de conexión y disfrute, sobre conectar, disfrutar y construir recuerdos.
¿Observamos lo suficiente? ¿Estamos tan abstraídos con nuestra rutina diaria que apenas nos damos cuenta de lo que ocurre a nuestro alrededor? ¿Las pantallas que “nos acechan” en cada esquina son nuestros amigos o nuestros enemigos? ¿Hemos perdido la capacidad de disfrutar y de ser conscientes de lo que nos rodea? Estas y otras muchas preguntas son las que me vienen a la cabeza cada vez que me subo en el metro, en el autobús, paseo por la calle o, simplemente, me siento a tomar un café en cualquier bar o terraza ¿Estamos los ciudadanos absorbidos por las pantallas y con ello se ha perdido la magia de observar? ¿De empatizar con otras personas o de conectar con las escenas diarias de tristeza, alegría o ternura que nos encontramos a cada paso?
¿Estamos los ciudadanos absorbidos por las pantallas y con ello se ha perdido la magia de observar? ¿De empatizar con otras personas o de conectar con las escenas diarias de tristeza, alegría o ternura que nos encontramos a cada paso?
Empecé con las preguntas sin respuesta y sigo preguntando -como podéis ver- si se ha perdido ya la magia de observar. Cualquiera podría preguntarse cuál es el porqué de esta pregunta ahora…y es que -como anticipaba- basta con darse un simple paseo por la calle para verificar que hay muchos más que pocos que no pueden despegar la mirada de su teléfono -ni siquiera cuando se disponen a cruzar, aun cuando con ello pongan en riesgo su propia vida y la de los demás- o, mismamente, frente a una persona que necesita ayuda o ante un gesto de cariño que les dedica su tierno retoño. Esto no es un hecho que no me aplique -aunque trato de evitarlo a toda costa y hago “retiros” de teléfono y me regalo “horas libres de tecnología”, por ejemplo, me levanto un domingo y después de las 12.00 digo, hasta mañana por la mañana no vuelvo a mirarlo (por si a alguien le sirve y lo quiere probar)-. En fin, que cuando hablo en primera persona del plural, no es por ser amable con el lector, sino porque cuando digo todos, es todos y cada uno de nosotros (incluida servidora), por mucho que nos pese, por mucho que me pese, y, sin perjuicio, de que, como en todo, haya excepciones.
Parece que viviésemos absolutamente absorbidos por nuestra nueva, o no tan nueva, extensión orgánica, sin la cual no pudiésemos existir, respecto de la cual hubiera que hacer un sobrehumano esfuerzo para desprenderse, y sin cuya presencia, sin embargo, se ha vivido durante muchos, muchos, muchísimos años, sin que, por tanto, tenga esos visos de imprescindibilidad que le damos en nuestros días.
Y vuelvo a preguntar… ¿esas pantallas nos han robado los momentos de observación? ¿los momentos de plenitud, de escucha y de conversaciones profundas? ¿nos han robado, acaso, la posibilidad de estar verdaderamente con la persona con la que tenemos enfrente? No sé si estamos ante otra pregunta sin respuesta o, más bien, ante una pregunta frente a la que caben múltiples respuestas posibles.
Y esta reflexión nos puede llevar a algo mucho más profundo y preocupante ¿Cuántas parejas, familias o grupos de amigos no habéis visto inmersos en sus pantallas sin siquiera mirarse a la cara o compartir una palabra? Muchos. Sin duda, muchos. Tengo grabada en la memoria una escena, en una playa preciosa, con una puesta de sol increíble, de esas que te llegan hasta el alma y reconfortan tu espíritu y, si eres un pelín sensible de más, te sacan hasta una lagrimilla; de esas lagrimillas de “qué increíble y maravilloso es estar vivo”. “Qué a gusto me siento ahora mismo en mi piel, quiero imbuirme en esta sensación maravillosa que recorre mi cuerpo y me hace sonreír y dar gracias de la fortuna que es estar vivo y sano”.
Una puesta de sol increíble, de esas que te llegan hasta el alma y reconfortan tu espíritu y, si eres un pelín sensible de más, te sacan hasta una lagrimilla, de esas lagrimillas de “qué increíble y maravilloso es estar vivo”
Pero, como os digo, esa conexión con el momento, que trato de cultivar todos los días, también me lleva a observar cada detalle. Me encanta fijarme en las personas, detenerme en escenas cotidianas y barajar mil ideas en mi mente sobre cuál será su historia, a qué se dedicará, qué le preocupará o alegrará a esta persona, será solo un mal día o está pasando por un mal momento, no le gusta su trabajo, tiene algún familiar enfermo, … dios mío, le han dado la noticia de que ella está enferma…cómo no va a estar triste; pero también, me encanta ser partícipe silencioso de esas sonrisas, esa seguridad que desprenden y esa energía que proyectan algunas personas, elucubrar a qué se dedicará, cuál será su historia, qué le ha puesto hoy tan contento o, simplemente, sorprenderme pensando qué alegría de vivir más contagiosa tiene esta persona y dejarme infectar de esa pasión.
Me encanta fijarme en las personas, detenerme en escenas cotidianas y barajar mil ideas en mi mente sobre cuál será su historia, a qué se dedicará, qué le preocupará o alegrará a esta persona
En fin, en esas estaba, observando ese maravilloso atardecer -que comentaba-, cuando, de repente, captó mi atención una familia. Era una pareja con sus dos hijas, uno de los padres estaba contemplando esa preciosa puesta de sol, casi con mi mismo entusiasmo, pero las otras tres integrantes de la familia estaban sin desviar vista de la pantalla del teléfono, ni siquiera un instante. Miento, ante la advertencia del padre de “os estáis perdiendo un atardecer precioso…” una de las hijas desprendió un momento su mirada de la pantalla para verificar si era cierto e inmortalizarlo en una foto para subirla a una red social. Un momento tan bonito y tan profundo, tan apreciable y, sin embargo, tan poco apreciado.
Un momento tan bonito y tan profundo, tan apreciable y, sin embargo, tan poco apreciado.
Nunca sabes si habrá un mañana para ti y para los tuyos, nunca sabes qué recuerdos quedarán de tus padres, tus hermanos, tus novios, tus amigos, tus compañeros de trabajo, tus vecinos o las personas que te cruzas a la vuelta de la esquina y con las que conectas brevemente, nunca sabes qué va a pasar al día siguiente o si estarás vivo, muerto o incapacitado para el resto de tu vida -si no, que se lo pregunten ahora mismo a cualquiera de nuestros vecinos valencianos que han perdido a sus familiares, sus casas o toda una vida de recuerdos-. Y como nunca sabes, como nunca lo sabemos, creo firmemente en la necesidad -porque no es una opción, es una necesidad- de vivir esos momentos, de asirlos, de agarrarlos, de instalarlos en nuestra piel, en nuestra memoria y en nuestro cuerpo, para cuando una persona falte poder tirar de…”¿te acuerdas de aquella tarde que estábamos comiendo sandia y Papá dijo tal…?” o “¿te acuerdas de la caída tonta que tuve por intentar asustarle escondiéndome en el descansillo?” o, “¿recuerdas ese pescado tan rico que nos comimos juntos en esa playa, después de ese día tan agotador?” (todavía puedo saborearlo…). Y digo esto porque, al final, sólo quedan recuerdos. Y los recuerdos hay que construirlos viviendo y observando, siendo partícipes de lo que nos rodea y de lo que nos pasa en cada momento y conservando en nuestra memoria esos bonitos atardeceres, parajes o playas maravillosas, esas conversaciones, miradas, abrazos y conexiones inigualables y esos momentos inolvidables, llenos de amor, plenitud y consciencia. Así recuerdo a mi Padre, cuyo cumpleaños hubiera sido justo ayer (en el momento en que escribo estas líneas) y así recuerdo a mi Abuela, de los que no hay día que no me acuerde, cite uno de sus dichos o sentencias o rememore cualquiera de nuestras anécdotas juntos, en familia. Pero para recordarlos así, primero hay que construir momentos. Y de eso trata la vida, entre otras muchas cosas, de construir buenos momentos que recuerdes, atesores y guardes en tu memoria. Para que cuando ya no estén, siempre sigan estando.